Un blog de Malena Millares

sábado, 23 de abril de 2011

UN HOMBRE CON DOS AMORES

Era un hombre cualquiera, uno más del montón, vivía de manera sencilla , no podía ser de otra manera debido a su precaria economía . Su trabajo consistía en la carga y descarga de camiones de material de construcción, empleo que no estaba bien remunerado, teniendo apenas lo suficiente para llegar a fin de mes. Estaba casado y tenía dos hijos, y su vida transcurría entre el almacén en el que trabajaba y su vivienda, a la que regresaba siempre extenuado después de cargar sacos y más sacos de cemento y de otros materiales similares.
Tenía dos alicientes por los que vivir, para él eran los más grandes y los mejores que un ser humano pudiese poseer. El primero era la vuelta a diario del trabajo a casa, un espacio pequeño que su mujer había convertido en un verdadero hogar; cuando finalizaba la jornada laboral y cogía la guagua, se sentía el hombre más afortunado del mundo, pues sabía lo que le esperaba entre aquellas paredes, entre aquellos pocos metros cuadrados que conformaban su espacio vital; siempre encontraba el inmenso cariño de sus dos chiquillos y sobre todo, la sonrisa amable de su mujer que le tendía los brazos para apretujarle.
El segundo aliciente era para él casi tan importante como el primero, me atrevo a decir que igual, pues su afición y entrega por el equipo de su tierra, la Unión Deportiva Las Palmas, no tenía limites, rompía todos los esquemas.
Jamás pudo entrar en el Estadio Insular, sus ingresos no le permitieron nunca poder adquirir una entrada para ver de cerca jugar al equipo por el que casi deliraba. Pero eso no fue óbice para disfrutar , aunque fuese a distancia, de los jugadores que tanto admiraba, como Paco Castellano, León, Tonono, Germán, Guedes, Aparicio, Martín Marrero, Oregui y un largo etcétera en el que se podían incluir a otros como Carnevali, Félix, Trona, Noly, Wolff, Juani, Páez, Morete, Brindisi...
Su grada no fue la Curva, ni la Naciente y tampoco conoció la Sur, el eligió otra, la única a la que podía acceder, y era la grada de “las arenas” que estaba situada por encima del Paseo de Chil, a la altura del Insular, pero a unos cuarenta metros de distancia. Esta grada tenía también su público, unos que no querían pagar para entrar en el estadio y otros que como él nunca pudieron hacerlo. No falló jamás a la cita quincenal, salvo cuando la salud se lo impidió; era un seguidor fiel, que en los días de partido venía caminando desde Guanarteme hasta las arenas, con un bocadillo de chorizo de Teror y un Clipper de fresa metidos en una taleguita, cosida por su mujer . Siempre intentaba colocarse en la parte alta de la “grada” para tener una visión más amplia del campo de fútbol, pero así y todo, jamás vio la portería de la Curva, los propios muros del recinto se lo impedían. Tenía un pequeño transistor que se pegaba a la oreja y a través de las ondas se hizo amigo incondicional de Antonio Lemus y de Segundo Almeida, y entre estos dos maestros de los micrófonos y las tres cuartas partes de campo que podía divisar, iba disfrutando, de esta manera tan particular, de todo lo que sucedía en el partido. No supo a lo que olía el césped, ni le llegaron los humos de los puros habanos del interior del Insular, tampoco pudo gritarle al árbitro, aunque hubiese querido hacerlo sabía que su voz se perdería siempre por el aire y entre los coches que circulaban por la calle situada a sus pies. Durante muchos años no fue su asiento el cemento, sino la arena, su techo era el cielo, y este hecho le sirvió para sentirse integrado con el resto de la afición, pues con ellos sufrió de igual manera las inclemencias del tiempo. Pero a pesar de todo, de la incomodidad, del sol,  del frío, de la lluvia que mojaba la arena, de no tener la perspectiva  total del campo, de no corear el riqui-raca con otros seguidores, de tener que imaginar las jugadas en la zona de la grada Curva, y sobre todo, de ser consciente de que no pisaría en su vida el Estadio Insular, nunca dejó de ser fiel a sus colores y no renunció, mientras pudo, a la cita ineludible. Ya no era un hombre cualquiera, fue un incondicional tanto de su familia como de la Unión Deportiva Las Palmas; la entrega sin límites por sus dos amores le convirtió en un ser especial, grande, único, y aunque no pudo hacer realidad el sueño de entrar en el Estadio Insular, vivió sus últimos años recordando sus tardes en “las arenas” e imaginando la grada Curva.

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