A pesar de
los años que llevo en esto del fútbol, me sigo preguntando porqué
me afecta tanto el hecho de que mi equipo pierda, y aún peor, que se
me quede un regusto amargo durante bastantes horas. Simplemente es lo que es, me repito, pero no puedo evitarlo. Despertarme a media
noche y recordar la derrota, es como tener la sensación de
atragantamiento con un vaso de agua. ¡Qué cosa, por Dios! De mi
boca sale algún improperio que queda en lo privado. Arremeto contra
unos u otros protagonistas, y no dejo títere con cabeza, hasta que
me sosiego. Con el paso de las horas llega el análisis, y la mayor
parte de las veces la comprensión.
Digan lo que
digan quienes detestan el fútbol o quienes no entienden que se
convierta en pasión, existen profundos sentimientos sobre el equipo
que uno ama, y todo va más allá del deporte. Tienen que ver, según
el caso, con los propios padres, con un legado, con familiares, con
una entrañable historia sobre un club, con jugadores que fallecieron
en plena juventud convirtiéndose en mitos, con el pundonor y coraje
de los futbolistas a lo largo del tiempo, con los colores del
equipaje, con la rabia manifestada ante lo injusto en momentos de un
partido, con los jóvenes que piden paso, con las lágrimas y el
desasosiego; sobre todo con la gente que nos rodea, a quienes
apreciamos y admiramos, y con los amigos que tanto queremos y
muestran sin reparos sus preferencias.
Cuando el
equipo gana eso es harina de otro costal.
¡Arriba
d'ellos!
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